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Boletim do Museu Paraense Emílio Goeldi Ciências Humanas

versión impresa ISSN 1981-8122

Bol. Mus. Para. Emilio Goeldi Cienc. Hum. v.4 n.1 Belém abr. 2009

 

Caminos de la Arqueología: de la violencia epistémica a la relacionalidad

 

The ways of Archaeology: from epistemic violence to relationality

 

 

Cristóbal Gnecco

Universidad del Cauca. Departamento de Antropología. Popayán, Colombia (cgnecco@unicauca.edu.co)

Endereço para correspondência

 

 


RESUMEN

La arqueología ha transitado varios caminos; algunos no se bifurcan sino que convergen (son cambios de notación pero no de contenido). Un ejercicio de extrema simplificación quiere que dos de esos caminos, quizás los más visibles en los últimos años, conduzcan a lugares distantes: (a) a la reproducción de la violencia epistémica contra otras sociedades y sus formas de hacer historia (una empresa moderna, es cierto, pero también multicultural); y (b) al entendimiento interdiscursivo. Este artículo es un esbozo de los hallazgos que pueden hacer quienes se aventuran por esos caminos.

Palabras clave: Arqueología. Violencia epistémica. Multiculturalismo. Relacionalidad.


ABSTRACT

Archaeology has travelled many roads; some of them do not diverge but converge (they are changes of notation, not of content). An exercise on extreme simplification would posit that two of those roads, may be the most visible ones in the last years, lead to distant loci: (a) to the reproduction of epistemic violence against other societies and their histories (a modern project, to be sure, but also multicultural); and (b) to interdiscursive understanding. This paper is a sketch of the findings that anyone venturing into those roads could eventually make.

Keywords: Archaeology. Epistemic violence. Multiculturalism. Relationality.


 

 

La arqueología ha transitado varios caminos; algunos no se bifurcan sino que convergen (son cambios de notación pero no de contenido). Un ejercicio de extrema simplificación quiere que dos de esos caminos, quizás los más visibles en los últimos años, conduzcan a lugares distantes: (a) a la reproducción de la violencia epistémica contra otras sociedades y sus formas de hacer historia (una empresa moderna, es cierto, pero también multicultural); y (b) al entendimiento interdiscursivo. Este artículo es un esbozo de los hallazgos que pueden hacer quienes se aventuran por esos caminos. El argumento parte de la idea de que la violencia epistémica que caracterizó a la modernidad no ha sido superada en el mundo multicultural; más bien, ha tomado nuevos perfiles, algunos de ellos más pronunciados que durante la modernidad porque ahora son estimulados desde políticas públicas que promueven la diversidad en vez de condenarla. Esta no es una contradicción sino una característica de los Estados multiculturales. Una arqueología comprometida con la superación de la violencia epistémica intenta buscar otros caminos (relacionales e interculturales). La presentación está dividida en tres partes. La primera es una breve entrada a la modernidad (y su proyecto de negación, silenciamiento y, sobre todo, transformación de otros conocimientos y visiones del mundo) desde las arqueologías latinoamericanas; la segunda es una consideración del multiculturalismo y de la manera como profundiza, en vez de eliminar, algunas de las bases ontológicas de la modernidad; la tercera discute las condiciones de lo que puede ser una arqueología relacional como estrategia que busca superar la violencia epistémica.

 

UNA (BREVE) ARQUEOLOGÍA DE LA VIOLENCIA EPISTÉMICA

En contra de la visión de los académicos occidentales que consideran el colonialismo como residual a la modernidad – un producto indeseado, para algunos, o abiertamente deseado, para otros (Trouillot, 1991; Larraín, 1996) – algunos escritores latinoamericanos (Quijano, 1990; Dussel, 1994; Castro, 2005) han propuesto que modernidad y colonialismo se han co-producido mutuamente. Los discursos colonialistas están atravesados por un proyecto moralizante que supone que (a) la civilización moderna es superior; (b) esta superioridad supone un imperativo moral: civilizar, modernizar, desarrollar a los primitivos, salvajes, bárbaros, subdesarrollados, tercer-mundistas; y (c) si este empeño moral encuentra oposición o se concibe como imposible el uso de la violencia resulta legítimo y el victimario se resignifica en víctima y el sufrimiento de los otros aparece como inevitable (Dussel, 1994). Una de las características más insidiosas de la co-producción entre modernidad y colonialismo ha sido la violencia epistémica que ha permitido que una visión del mundo se imponga sobre las demás. La dominación epistémica no borra, simplemente, los sistemas de conocimiento y las cosmovisiones de los colonizados. Lo que hace es mucho más perverso (y efectivo): distorsiona, confunde, agrupa. El colonialismo no destruye tanto como construye; esa construcción es más efectiva que la simple destrucción. El universo simbólico de los pueblos conquistados nunca es el mismo después de la intervención de la máquina colonial.

Las disciplinas históricas participaron del proceso colonial. La arqueología en América Latina, por ejemplo, contribuyó a la alienación de las historias nativas al cortar los lazos entre las sociedades indígenas contemporáneas y los referentes materiales que el conocimiento experto agrupa bajo el nombre de 'registro arqueológico'. Lo hizo de dos maneras: negando los significados nativos y apropiando esos referentes, infundiéndoles nuevos significados para una historia colectiva (usualmente llamada 'nacional') construida sobre una dicotomía que celebra a las sociedades nativas del pasado mientras condena a sus contrapartes contemporáneas. El tiempo (la historia) indígena cosificado fue apropiado por los discursos nacionales para construir comunidades mestizas (excepto en Argentina). La apropiación de la historia indígena por la historia nacional, escrita y controlada por elites que desprecian lo indígena y se sienten 'blancas', es una paradoja brutal. José Carlos Mariátegui (1979, p. 55) lo señaló de una manera contundente: "En Indo-América las circunstancias no son las mismas [que en China]. La aristocracia y la burguesía criollas no se sienten solidarizadas con el pueblo por el lazo de una historia y de una cultura comunes. En el Perú el aristócrata y el burgués blancos desprecian lo popular, lo nacional."

La apropiación de la historia indígena se logró a través del canibalismo. En el "Manifiesto antropófago", Oswald de Andrade (2002, p. 173, 179) mostró la antropofagia como el acto mediante el cual la América india ingirió a la Europa civilizada: "Sólo la antropofagia nos une. Socialmente. Económicamente. Filosóficamente. Única ley del mundo... Antropofagia. Absorción del enemigo sacro." La arqueología fue parte del acto antropófago, pero al revés: la Europa civilizada (la de los criollos) ingirió a la América india. A pesar de que la historia que cuenta es la historia de 'otros' la apropió (y glorificó, sobre todo en el aparato mnemónico) como la historia de 'todos'. De ese 'todos', sin embargo, fueron excluidos los indígenas contemporáneos, indignos y degradados sucesores de las grandezas del pasado, representados al margen de la historia como sujetos condenados y distanciados, dueños (acaso) de una temporalidad detenida. Su presencia en el imaginario nacional fue un comentario (marginal y museístico) a las sociedades pre-europeas, una prueba de su sobrevivencia precaria (pero no sorpresiva): la tenacidad de los salvajes, anacrónica y arbitraria para la lógica moderna.

Las arqueologías latinoamericanas fueron hechas por y para mestizos, una herramienta de la glorificación y densificación de la unidad nacional de la cual fueron excluidas las sociedades nativas1. Este fenómeno fue expresado por un activista indígena boliviano (Mamaní, 1989, p. 48) de la siguiente manera: "… ellos [los nacionalismos] toman posesión de lo que no es de ellos para establecer los cimientos de su 'nación' sobre un pasado que no les pertenece y a cuyos legítimos descendientes continúan oprimiendo." La apropiación nacionalista del patrimonio arqueológico pre-europeo, cortando la relación de continuidad con los pueblos indígenas contemporáneos, implicó que sólo los mestizos (la comunidad nacional) eran dignos herederos del esplendor americano de antes de la conquista y los encargados de su custodia y promoción (Navarrete, 2009).

Esta arqueología mestiza fue funcional al proyecto nacional, que varió de país en país de acuerdo con los antecedentes coloniales, la impronta del catolicismo y las relaciones raciales; sin embargo, una característica común básica (la marca de fábrica de la lógica moderna) fue la creación de una comunidad nacional definida por criterios morales de igualdad e identidad. Este proyecto fue irremediablemente destruido hace unas dos décadas por el multiculturalismo, una retórica mundial que busca organizar las sociedades en marcos de diferencia más rígidos y circunscritos que durante la modernidad, esta vez definiendo la igualdad por la distancia. Ahora no se busca que el otro sea como el yo sino que conserve (refuerce, cree) su diferencia.

 

LA SITUACIÓN MULTICULTURAL

Los países de América Latina experimentaron, más o menos al mismo tiempo (hace unas dos décadas), una ola de reformas constitucionales y provisiones legales tendientes a implementar el multiculturalismo, una retórica que alimenta un esencialismo estratégico que supone (como un hecho) las diferencias culturales y las promueve. La apología de la heterogeneidad que hacen los nuevos mandatos constitucionales latinoamericanos reconoce las demandas subalternas y los logros políticos de los movimientos sociales pero también sirve los propósitos de establecer nuevas diferencias o re-establecer las que parecían haberse desdibujado; además, la proliferación de identidades más locales, más específicas (étnicas, por ejemplo), milita en contra de asociaciones más amplias, fuertes y desestabilizadoras, como la identidad de clase.

El multiculturalismo es un escenario dinámico porque reconfigura las relaciones sociales y las formas de identidad. También les impone límites: la diferencia puede transcurrir, pero sólo por cauces tranquilos y separados. Charles Taylor (1993, p. 93), uno de los principales teóricos del multiculturalismo liberal, lo expresó así: "el liberalismo no puede ni debe atribuirse una completa neutralidad cultural. El liberalismo es, también, un credo combatiente. La variable tolerante que apruebo, así como sus formas más rígidas, tiene que establecer un límite." Una de las más notorias contradicciones funcionales de la retórica multicultural es la creación de diferencias esencializadas (en lo que radica, por cierto, su efectividad y su efectismo) y, al mismo tiempo, la condena de los esencialismos porque en ellos descansa, potencialmente, la génesis de las posturas radicales y empoderadas que teme y rechaza. La alteridad debe moverse, con un extraordinario y cuidado equilibrismo, por una tenue (pero firme) línea de identificación atemporal y descontextualizada pero evitando la estridencia esencialista (como si las esencias pudieran existir, pero en silencio, sin insinuarse demasiado, reservando su exhibición sólo para entre casa y para el mercado de lo exótico). Otra cuestión de límites.

El multiculturalismo es una política de la diferencia basada en el 'reconocimiento' de la diversidad cultural. En ese mandato radica uno de sus problemas: reconocer no implica conocer sino aceptar la existencia. La aceptación, incluso de aquello que no nos gusta, se traduce en tolerancia. El multiculturalismo es una forma tolerante de organizar la sociedad pero no una forma militante de conocerla ni de tender puentes interculturales que permitan a las diferencias culturales conversar, conocerse, crear proyectos colectivos (distintos, por supuesto, del consenso hegemónico logrado alrededor de los extintos Estados nacionales). El "otro real" (que responde de maneras diversas, no siempre pacíficas, democráticas ni humanistas, a las presiones del capitalismo salvaje, a la velocidad de los flujos globales y a la violencia post-ideológica) debe dar paso, sin disonancias, al "otro imaginado" que vive su vida bucólica y exótica en el mundo de la tolerancia y la separación (cf. Žižek, p. 1998).

A pesar de que el multiculturalismo promociona la apertura y el entendimiento intercultural y hace suyas las promesas de igualdad y equidad con las cuales se estrenó la retórica moderna hace tres siglos, la arqueología contemporánea (multicultural, entonces) no ha renunciado a la forma como trata a otras formas de producir, transmitir y apropiar el conocimiento histórico. Tampoco ha renunciado a su monopolio narrativo. En un retrato preciso de la constitución de las sociedades contemporáneas Slavoj Žižek (1998, p. 168) señaló que hoy nos enfrentamos:

(…) con un proceso inverso al de la temprana constitución moderna de la Nación; es decir, en contraposición a la "nacionalización de lo étnico" – la des-etnicización, la "superación dialéctica" (aufhebung) de lo étnico en lo nacional – actualmente estamos asistiendo a la "etnicización de lo nacional", con una búsqueda renovada (o reconstitución) de las raíces étnicas.

En este escenario la arqueología mestiza ha sido refuncionalizada. La arqueología postnacional (multicultural) es una arqueología nacionalista étnica que abre su práctica a la participación de actores locales (en las investigaciones y en las tomas de decisión); abre los espacios de circulación de su discurso (sobre todo con la promoción de museos locales y de medios impresos y audiovisuales); e incluye otros horizontes históricos en sus interpretaciones. Estas características mínimas parecerían definir una arqueología que milita contra la violencia epistémica. Pero el asunto es engañoso. Una de las más notorias contradicciones funcionales de la retórica multicultural, la creación de diferencias esencializadas y, al mismo tiempo, la condena de los esencialismos porque en ellos descansa, potencialmente, la génesis de las posturas radicales y empoderadas que teme y rechaza, también caracteriza a la arqueología multicultural, rápida en criticar (y desactivar) otras representaciones del pasado que no se ajusten a dos de sus criterios básicos: situacionalidad y autenticidad.

La estigmatización de los esencialismos que hace la plataforma constructivista de la que parte la arqueología multicultural va en contra de la posibilidad de entender por qué surgen y cuáles son las consecuencias de su despliegue2; esa tarea cartográfica redimensionaría los horizontes de intervención de la disciplina, alejándola de una nueva mirada distanciada, esta vez no aséptica sino cínica. Un buen ejemplo del deseo cínico (androcéntrico y paternalista) es la propuesta de deshacerse (filosóficamente y de otras maneras) de los tipos de arqueologías no académicas que han surgido en la última década (la más notoria es la arqueología indígena, pero no la única), con el propósito de retornar a una suerte de arqueología unificada no esencialista. La pretensión de disolver dicotomías existentes (por ejemplo, arqueología occidental versus arqueología indígena) no sólo es hegemónica sino ingenua. ¿Están las arqueologías indígenas también interesadas en disolver las dicotomías? Quizás no; quizás su fortaleza reside, precisamente, en las dicotomías que buscan preservar. Además, a pesar de lo alejadas que puedan estar de los principios fundaciones de la arqueología académica su importancia en el enfrentamiento al colonialismo no puede ser subestimada.

La aceptación y valoración positiva de las historias no académicas por la arqueología multicultural está atravesada por la exigencia de autenticidad, produciendo intransigencias canónicas que establecen (nuevos) límites a la legitimidad retórica. La lucha retórica por la autenticidad no es de poca monta y enfrenta actores que hablan desde posiciones situadas en lados opuestos del río de la identidad. En este asunto los indígenas (reconocidos, legitimados, santificados y promovidos por el aparato disciplinario) deben ser como las definiciones occidentales quieren que sean: sujetos de una cultura auténtica y pura y guardianes de la naturaleza. La autenticidad exigida a los indígenas por los arqueólogos multiculturales los carga con el peso de la culpa occidental porque ve en las comunidades nativas, que cree (y quiere) unidas orgánicamente con su pasado (un pasado auténtico), a los actores capaces de recuperar y potenciar el sentido de unidad y de armonía con la historia, redimiendo las depredaciones temporales de la postmodernidad3. La exigencia de autenticidad, siempre circunstancial y maleable, hace aparecer a las historias locales como uno de los lugares posibles (quizás el más posible) de reactivación del sentido del tiempo que la postmodernidad pretende aniquilar. En una paradoja que sólo puede ser postmoderna las historias indígenas antes apropiadas y transformadas por la historia nacional (canibalizadas, entonces) ahora son valoradas, en sus propios términos, como discursos de continuidad y sacralidad alternativos a la brutal deshistorización del pasado (cf. Gnecco, 2009).

Si la arqueología multicultural no ha superado la violencia epistémica del proyecto moderno-nacional, ¿a qué alternativa podemos recurrir para construir una arqueología abierta, horizontal y plural? La respuesta puede llevarme a los terrenos cenagosos del moralismo; sin embargo, la abordaré confiado en que puedo ver el mundo desde fuera del 'deber ser' y contemplarlo, más bien, desde eventos que ya están sucediendo. Esta última sección, por lo tanto, es más cartográfica que moralista.

 

DE LA ARQUEOLOGÍA RELACIONAL (O DE LA RELACIONALIDAD DE LA ARQUEOLOGÍA)

La violencia epistémica ha sido cuestionada y enfrentada desde hace unos años. Aunque las agendas políticas que condujeron el empoderamiento étnico de la década de 1970 no contemplaron un enfrentamiento epistémico explícito si llevaron, paulatinamente, a que esto sucediera. Desde la academia el enfrentamiento ha sido hecho desde una plataforma relativista que supone que las culturas son inconmensurables (lo que precluye el universalismo) y que cada cultura tiene el derecho de establecer y negociar sus propios referentes simbólicos. La confrontación de la violencia epistémica revela una triple colonización: (a) la reproducción acrítica de conocimientos no situados, de localismos globalizados surgidos del orden colonial que contribuyen a la transformación de otros saberes (igualmente locales, pero no globalizados y, en cambio, sometidos); (b) la descalificación (pero transformación) de saberes subalternos a pesar del discurso incluyente del multiculturalismo; y (c) la descontextualización del conocimiento frente a las problemáticas locales y la anulación de su papel transformador4. Esta plataforma ha sido asociada con las reformas multiculturales bajo el equívoco rótulo de diálogo de saberes, del cual muchos hablan pero que pocos han tenido el empeño de precisar. ¿Ha sido falta de empeño, en verdad, o parte de una tendencia recolonizadora?5 Aunque una respuesta positiva a la última parte de la pregunta parece sacada de una vieja película de conspiración quizás sea sano entretener esa posibilidad y, acaso, buscar salidas distintas.

La arqueología que descree de la horizontalidad, equidad y apertura del multiculturalismo ha comenzado a adentrarse por caminos poco conocidos, apenas trochas por transitar. Esa búsqueda hace suya una idea intercultural, conversante, abierta, relacional que cree en la existencia de consensos mínimos establecidos a través de discusiones abiertas y horizontales y cree que las diferencias pueden ser negociadas provechosamente; más que sólo separar y organizar las diferencias culturales (como hace el multiculturalismo) apuesta por su realización en escenarios plurales. Además, busca entender (y 'abrirse' a otros sujetos que entienden) las nuevas relaciones de lo local con lo global, las auto-representaciones de los movimientos sociales (inéditas porque nunca habían ocurrido con tanta visibilidad y con tanto poder, algo sólo posible por la retórica global del multiculturalismo) y su articulación con las representaciones académicas. Esta idea descolonizadora parece tener cuatro propósitos mínimos: (a) enfrentar, desde un pensamiento contestatario y situado, la relación colonial que hace que la metrópoli produzca y piense la academia periférica (una academia descolonizada es un requisito mínimo para una academia de la descolonización); (b) analizar la plataforma epistémica desde la cual Occidente construyó a los otros y transformó las culturas de los colonizados; (c) reunir saber y poder, separados por el positivismo desde hace más de un siglo; es decir, volver conscientemente políticas las intervenciones disciplinarias; y (d) ir más allá de los límites de la academia y buscar la transformación de las relaciones sociales, enfrentando y superando la diferencia colonial.

La arqueología relacional promueve estrategias de investigación participativas y pertinentes a contextos locales y fomenta la generación de conocimientos alternativos desde el reconocimiento de saberes tradicionales y sus correspondientes visiones del mundo. Estas estrategias no sólo se ven reflejadas en la concepción curricular de los programas académicos sino en prácticas formativas y en perspectivas investigativas construidas a partir de reflexiones críticas colectivas. El conocimiento no sólo se valida en la producción académica convencional (conferencias, artículos, libros) sino en su funcionalidad como acción social creativa, crítica y transformadora de problemáticas locales que constituyen los núcleos de investigación.

La indagación por el papel de la investigación en relación con la producción y validez del conocimiento expone la vieja disyuntiva entre conocimientos 'universales' y conocimientos 'locales'; esta oposición muestra lo universal como conocimiento y lo particular como saber (innecesario decir que al primero se otorga legitimidad cognitiva y al segundo exotismo antropológico). Es importante preguntar por el significado y las implicaciones pedagógicas que requiere formar en otros saberes: ¿qué influencia tiene o tendría este tipo de propuestas en la transformación de los marcos académicos e institucionales? La disyuntiva planteada en relación con la práctica formadora muestra la dificultad de concretar el discurso inclusivo de la diversidad y del reconocimiento de conocimientos alternativos, locales o tradicionales; se trata de fomentar y generar relaciones horizontales que rompan (si se requiere) las disyuntivas entre el saber académico y el saber local, que promuevan (acaso) la complementariedad de saberes, que vayan más allá del monolingüismo (no sólo académico, por cierto).

Esta discusión es relevante para indagar por los parámetros para evaluar y validar procesos no tradicionales de docencia e investigación. Por ejemplo, ¿cómo direccionar investigación que tengan en cuenta los procesos de constitución del sujeto que aprende e investiga a la luz de sus dinámicas de estructuración cultural, de la mediación de la lengua y de factores transculturales?; ¿cómo promover la investigación activa, superando la ilusión de la participación y promoviendo el pensamiento como acción?; ¿qué implican las identidades múltiples de los protagonistas del proceso cognitivo?

Es necesario avanzar en el propósito de armonizar el discurso de la inclusión con las prácticas; sólo así se podrá configurar el ideal de una construcción intercultural. Por ejemplo, defender la intersubjetividad en la investigación, buscando trascender visiones positivistas de objetividad y neutralidad. El conocimiento aparece, así, como función de las relaciones intersubjetivas más que como resultado de prescripciones metodológicas. No se trata de particularidades que deban ser corregidas sino de formas distintas de conocer y de problematizar. También es necesario alejarse del distanciamiento canónico del investigador que mira, mide y decide, promoviendo procesos de aprendizaje (enseñanza e investigación) abiertos, consensuados y participativos y, además, socialmente relevantes. Este cambio no es producto de la concesión altruista de una academia culposa sino la propuesta y respuesta (como acompañamiento solidario) a las demandas de los movimientos sociales, muchos de ellos levantados sobre agendas de reivindicaciones culturales distintas. Las comunidades locales contestan, a nivel mundial, el control que las disciplinas académicas tuvieron sobre su representación; esta insubordinación ha ampliado el lugar tradicional de enunciación (la academia), antes privilegio exclusivo de las minorías cognitivas, y ahora lo localiza en sus programas reivindicativos, en los currículos escolares, en nuevos marcos legales. La relación entre la academia y las comunidades locales está ahora marcada por la lucha por el poder de determinación, decisión y control.

Podría inscribir estas observaciones en un rótulo popularizado como 'diálogo de saberes' si supiese, acaso, el sentido de la expresión. A fuerza de uso sin precisión, a fuerza de abuso multicultural, el término se ha llenado de nada. Bueno, quizás tenga alguna sustancia como estrategia académica en el multiculturalismo, que prescinde de la mirada crítica en el altar de la complacencia tolerante. El diálogo de saberes es un campo de tensiones subyacido por el deseo de visibilizar al subalterno, muchas veces sólo buenas intenciones de una academia que (quizás) quiere cambiar pero no tiene las herramientas para hacerlo. La etnografía (aún no hecha) de la manera como las comunidades locales, generalmente étnicas, miran la academia revelaría que la ven menos como un campo de discusión que como parte insalvable de la institucionalidad, como representante del Estado y las minorías cognitivas, como un lugar de exclusión.

Pero, quizás, si sabemos algo del diálogo de saberes, dos cosas por lo menos. Una la dijo Mignolo (2005, p. 19): "El diálogo sólo puede tener lugar cuando la 'modernidad' sea descolonizada y desposeída de su marcha mítica hacia el progreso." La otra la digo yo: refuerza los esencialismos al tratar de disolverlos (¿quién quiere, al fin de cuentas, disolverlos sino la academia?). Sin embargo, la discusión sobre los esencialismos es clave; la arqueología relacional puede entablar un diálogo franco y contestatario con los movimientos sociales sobre este asunto espinoso. En vez de imitar a las posturas multiculturales, que hacen poco distinto de continuar su vida distanciada como si nada hubiera sucedido, excepto tomar nota (y producir, ocasionalmente, acciones en contra) de la molesta (y a veces tolerable) aparición de otras alternativas y sus reclamos de espacio y legitimidad, puede involucrarse con los conflictos y oportunidades que surgen de la ampliación del espectro de las representaciones culturales. Uno de los aspectos cruciales que puede discutir es el de los esencialismos, no para descalificarlos sino para entenderlos y proponer, acaso, su resolución. Sin embargo, los esencialismos pueden no ser negociables en las plataformas étnicas, como testimonia el enfrentamiento entre Jean-Paul Sartre y Frantz Fanon sobre el carácter estratégico o definitivo del radicalismo y de la polarización en el movimiento de negritudes. En "Orfeo negro", el texto que dedicó al naciente movimiento de negritudes, Sartre (1985) escribió:

En realidad la negritud aparece como el momento débil de una progresión dialéctica: la afirmación teórica y práctica de la supremacía blanca es la tesis; la posición de negritud con un valor antitético es el momento de negatividad. Pero este momento negativo no es suficiente en sí mismo y los negros que lo emplean lo saben perfectamente; saben que apunta a preparar la síntesis o la realización del ser humano en una sociedad sin razas. De ahí que la negritud esté 'a favor' de destruirse a sí misma; es un 'camino hacia' y no una 'llegada a', un medio y no un fin.

Para Sartre la síntesis de la dialéctica de las relaciones humanas hacía necesario (quizás imperioso, sino inevitable) suponer una "sociedad sin razas"; por eso la negritud (o cualquier otro movimiento social) debería saber que el enfrentamiento esencialista era apenas pasajero, una estrategia necesaria (pero provisoria porque falible) que habría de ser abandonada. La disolución de la diferencia, el arribo al mundo de iguales que soñó el espíritu original de la modernidad, ignorando la incómoda existencia del colonialismo (su hermano gemelo), habría de realizarse en un ecumenismo trascendente que, sin embargo, debía responder preguntas elementales: ¿desde dónde era enunciado?, ¿por quién?; ¿por un altruismo que elude los avatares del orden multinacional, marcadamente colonialista? Esas preguntas no pueden ser respondidas sin eliminar el principio rector del relativismo cultural. Cualquier ecumenismo, no importa qué tan bien intencionado, se levanta sobre principios hegemónicos que sacrifican las diferencias en el altar del consenso (o, lo que es más frecuente, en la sangría de la imposición ideológica). Probablemente esa fue la razón que llevó a Fanon (1967) a rechazar la plataforma humanista propuesta por Sartre para el movimiento de negritudes; para Fanon éste no era un punto intermedio en el camino sino el lugar de llegada, la única defensa posible contra siglos de subordinación, explotación y humillación. Fanon creyó que el ecumenismo humanista sacrificaría el derecho a la diferencia reivindicado y alcanzado por los pueblos colonizados y establecería criterios universales de igualdad (pero occidentales, al fin y al cabo) que pasarían por encima de las particularidades deseadas.

Dicho esto también debo señalar que el esencialismo pierde la oportunidad de entender lo que Walter Mignolo (1995) llamó "semiosis colonial", el entendimiento de procesos e interacciones semióticas. Los análisis hechos desde un locus distanciado y exterior no captan el amplio rango de interacciones semióticas que tienen lugar en situaciones coloniales:

(…) la preocupación con la representación del colonizado se enfoca en el discurso del colonizador y olvida preguntar cómo se representa a sí mismo el colonizado, cómo se muestra y concibe a sí mismo sin necesidad de auto-designados cronistas, filósofos, misioneros y letrados que los representen, muestren y hablen por ellos (Mignolo, 1995, p. 332).

Los análisis hechos desde un locus auto-contenido, como el de los esencialismos, no captan el amplio rango de interacciones semióticas que tienen lugar en situaciones coloniales. Aceptar esta formulación es cambiar el punto de partida: el entendimiento de la semiosis colonial permite enfrentar y subvertir (con argumentos) el colonialismo que co-produjo los saberes locales. El esencialismo 'recupera' culturas (que quiere sepultadas, silenciadas o invisibilizadas) en vez de mostrar cómo se constituyen en su relación con el colonialismo. La 'recuperación' cultural evita, más que enfrenta, el colonialismo porque no expone su funcionamiento. Al ignorar el colonialismo el esencialismo de las 'recuperaciones' culturales ayuda a rodearlo de un aura misteriosa, una impermeabilidad analítica que lo alimenta con placer. El aura mística del colonialismo es alimentada por quienes lo atacan pero no dicen qué es ni como opera. El enfrentamiento del aparato colonial (como el que puede hacer la arqueología relacional) elude su consideración monolítica desde una reflexión de contexto (una geopolítica, entonces). Como señaló García (1989, p. 196) sobre la cultura popular:

Al fin y al cabo los románticos se vuelven cómplices de los ilustrados. Al decidir que lo específico de la cultura popular reside en su fidelidad al pasado rural se ciegan a los cambios que la iban redefiniendo en las sociedades industriales y urbanas. Al asignarle una autonomía imaginada suprimen la posibilidad de explicar lo popular por las interacciones que tiene con la nueva cultura hegemónica. El pueblo es "rescatado" pero no conocido.

Sin embargo, es forzoso reconocer que el esencialismo es una estrategia básica de la resistencia de la alteridad, sobre todo étnica. Los nuevos esencialismos (o los viejos, pero movilizados en el marco de luchas contemporáneas) son plataformas para transformar la relaciones tradicionales de poder a través de la valorización de un 'yo' levantado sobre lo que antes era un devaluado 'otro'. Pero el multiculturalismo condena el esencialismo por 'irreal' (o, por lo menos, por falto de realismo), haciendo caso omiso del hecho de que buena parte de las representaciones culturales no académicas es abiertamente esencialista. La crítica anti-esencialista descalifica intereses colectivos que van mucho más allá de las preocupaciones de unos cuantos académicos; como dijo Jonathan Friedman (1994, p. 140), "la cultura es supremamente negociable para los profesionales expertos en ella, pero este no es el caso para aquellos cuyas identidades dependen de una configuración particular. La identidad no es negociable. De otra manera no tiene existencia."

Ese llamado de atención resulta crucial para prestar atención, entre otras cosas, a la manera como los otros se representan a sí mismos. En la década de 1980 se consolidaron los movimientos sociales que reivindicaron la diferencia cultural, sobre todo los movimientos indígenas. El empoderamiento de la alteridad (dinamizando sus luchas contra las políticas integracionistas del Estado y reclamando el derecho a la diferencia y a la autonomía, acogiendo así el eco de la antropología militante y el indigenismo) incluyó el reto al monopolio narrativo de los académicos y a su papel de intermediación cultural: ahora los otros podían hablar (escribir) por sí mismos. En las últimas dos décadas las comunidades indígenas han recurrido a la disciplinas académicas como camino de expresión política y cultural. En ese proceso se han escrito reflexiones que rompen el monopolio narrativo de los expertos, hechas por los otros, sin intermediaciones. Estas reflexiones movilizan el concepto de cultura, que antes fue la marca de fábrica (y el monopolio) de la antropología, de una manera prominente; este uso de la cultura recoge el viejo traje esencialista desdeñado por los antropólogos en las dos últimas décadas y lo sitúa en el centro de la reflexión sobre la legitimidad, la coherencia y la viabilidad de la vida indígena. El esoterismo del uso antropológico de la cultura (un concepto para especialistas distanciados, en buena medida incomprensible para sus actores) dio paso a un uso generalizado, de base, que defiende, promueve y activa la 'autenticidad' de la cultura indígena y la opone a la cultura (espuria, artificiosa) de los otros. La cultura se convierte en un pilar básico de la etnicidad en la arena política; su dimensión instrumental opaca (en términos retóricos) su dimensión de sentido.

Una tarea por realizar es pensar la investigación participativa no como un proceso unilateral en el que el investigador sigue identificándose como el poseedor del conocimiento y de su construcción. Muchas investigaciones de este tipo son sólo formas de compartir resultados, no empresas colectivas sino un proceso de una vía por el cual el conocimiento experto es comunicado al público en general. Las comunidades nativas son incluidas en este proceso direccional con la idea de que puedan, eventualmente, encontrar información útil para sus propias agendas. Las distintas concepciones del asunto han hecho que el concepto 'colaboración' se haya vuelto polisémico y más una forma de aliviar la culpa de la violencia epistémica (y seguir haciendo el mismo trabajo) que embarcarse en prácticas diferentes. Los movimientos sociales no requieren, necesariamente, de la ayuda de los académicos (porque ya tienen 'académicos' propios, muchas veces formados en las universidades del Estado, o porque desconfían de la academia tradicional), en cuyo caso la colaboración es un sinsentido o sólo una necesidad de la academia, forzada a ser más relevante y responsable frente a la sociedad multicultural. Aunque la resistencia y la colaboración pueden ser dos caras de la misma moneda es más frecuente que la colaboración que los académicos tienen en mente sea sólo una forma de mitigar el colonialismo (heredado, sin duda, pero también reproducido) al pasar a los legos lo que han encontrado. De esta forma la academia se acomoda a los mandatos multiculturales de apertura y tolerancia sin perder sus privilegios. Nunca fue tan cierto el dictum de "El gatopardo": "Si queremos que todo permanezca igual, todo debe cambiar" (Lampedusa, 1983).

En términos de la formación de estudiantes se requiere re-direccionar este enfoque a otros más contextuales y políticamente responsables, como la investigación participativa que propone diferentes elementos integradores hacia la construcción de una investigación crítica social. ¿Hasta donde la investigación participativa promueve procesos críticos frente a la colonialidad del conocimiento? La respuesta a esta pregunta pasa por analizar desde dónde y por qué ocurre y se promueve la separación (arbitraria, si se quiere, pero estratégicamente utilizada) entre el 'saber' tradicional y/o comunitario y el 'conocimiento académico o experto'6. Esta polarización es un palo en la rueda de la academia intercultural, no tanto por sus limitaciones epistemológicas y metodológicas como por su intencionalidad política. Quizás, entonces, tenga alguna utilidad pensar la idea de 'saberes complementarios' o 'apropiados', establecer nuevas miradas a los discursos que promueven la investigación 'por fuera del sistema', entendiendo que negarse a un sistema no evita adoptar otro, como atestiguan los procesos de formalización del conocimiento que promueven algunas organizaciones indígenas por fuera de la academia estatal.

La investigación-acción participativa (IAP) promovió el valor de la investigación como proceso en relación con la construcción de nuevos aprendizajes (sentido dialéctico del aprender) a expensas de la mirada (académica tradicional) de la investigación como producto. También sería útil sacar del gabinete de curiosidades una particularidad del ejercicio académico en el viejo Tercer Mundo: la intervención transformadora más que la documentación marginal7. Al promover una investigación participativa es clave ubicar los escenarios de 'participación' (qué significa participar en lo político, en lo educativo) y propiciarla a partir de estrategias de co-interpretación (usando, por ejemplo, talleres multidireccionales que se vinculen a los elementos existentes y significativos de la comunidad).

Es necesario volver cierta la participación, no limitarla a un deber ser multicultural (enunciación más que realización). A partir de una participación cierta se puede trascender la polaridad entre el saber y el conocimiento; propiciar procesos críticos que permitan develar las distancias entre los discursos y las prácticas; fisurar el papel tradicional del investigador en el que el estudiante-investigador debe ser fiel copia de su profesor. Más bien, lograr en el estudiante y en la comunidad con la que interactúa empoderamientos alternativos para generar procesos de construcción de conocimiento (compartido, crítico, pertinente, que impacte, comprensivo, transformativo). La participación no sólo ocurre en o para la transformación sino para reorganizar procesos interpretativos. Las investigaciones alternativas no son una metodología anexa al problema a investigar; son consustanciales a la construcción de sentidos colectivos e individuales. A través de la búsqueda de consensos reparan, se nutren de la práctica y la resignifican, empoderándola; a través de caminos colectivos (en la producción, circulación y consumo de conocimiento) buscan y reconocen dinámicas simbólicas locales (no académicas) y promueven relaciones interculturales que aprovechan las crisis y las tensiones entre diferentes.

 

PALABRAS COMO UN FINAL, REFLEXIONES PARA UN PRINCIPIO

Un buen lugar para terminar (un buen punto de partida, entonces) es ver la promoción multicultural de las diferencias culturales con ojo crítico: en vez de considerarla como una concesión a la horizontalidad verla como una igualación desactivante. En vez de hablar de diferencias culturales, celebradas y promovidas por el multiculturalismo, hablar de diferencias coloniales. Se trata, entonces, de desplazar la mirada y llevarla a ver desde una óptica distinta, que Mignolo (2005, p. 43) llamó geopolítica del conocimiento:

(…) el conocimiento siempre está localizado geo-histórica y geo-políticamente en la diferencia epistémica colonial. Por esa razón la geo-política del conocimiento es la perspectiva necesaria para disipar la presunción eurocéntrica de que el conocimiento válido y legítimo debe ser sancionado con los estándares occidentales.

Para algunos líderes de los movimientos sociales, sobre todo quienes militan en agendas esencialistas, la academia es una empresa colonialista sin remedio, un pecado original que nosotros (los académicos) debemos cargar para siempre. En ese caso todos los esfuerzos que se hagan para cambiarla resultarían condenados desde el principio y todos nuestros compromisos y expectativas se ahogarían en las bravas aguas de la irreversibilidad histórica. No estoy de acuerdo, no porque crea que un simple acto de buena fe basta para cambiar el curso del viejo proyecto Occidental de dominación sino porque si la academia no milita contra la discriminación y la subordinación serán pocas sus oportunidades de ser socialmente responsable en los tiempos que corren. En vez de llorar sobre la leche derramada podemos servir mejor al mundo (y a la academia) si nos persuadimos de que el ethos arqueológico basado en la violencia epistémica puede ser superado por una práctica responsable, abierta, reflexiva y comprometida. Esto requiere un examen cuidadoso de los edificios metafísicos de la disciplina para expurgarlo de su ontología colonial; esa tarea puede ser realizada exponiendo nuestras agendas y sus bases filosóficas a las de otros. Sin embargo, el riesgo de rearticular las subversiones en el canon tradicional no puede ser ignorado. Más que producto de mentes ofuscadas por conspiraciones insoslayables, la amenaza es real: las alternativas epistémicas pueden ser sólo alimento para la mirada paternalista y devoradora de algunas academias. Felizmente, los académicos no somos los únicos guardianes de las puertas del cielo descolonial. Los movimientos sociales están suficientemente empoderados para luchar por sus agendas, algunas de las cuales pueden querer nuestro acompañamiento.

 

RECONOCIMIENTOS

Los argumentos de este artículo deben mucho a Cristina Simmonds, con quien escribí "Academia intercultural: superando la violencia epistémica", que será publicado en la Revista de Estudios Sociales Comparativos.

 

REFERENCIAS

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Endereço para correspondência:
Museu Paraense Emílio Goeldi
Editor do Boletim do Museu Paraense Emílio Goeldi. Ciências Humanas
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Recebido: 03/01/2009
Aprovado: 27/02/2009

 

 

1Esta apropiación, sin embargo, está edificada sobre una aporía que impide a la nación solucionar el abismo "entre el pasado y el presente... [pues] mientras por un lado los Estados-nación glorifican el carácter antiguo o eterno de la nación también buscan enfatizar la naturaleza sin precedentes del Estado-nación porque es sólo en esa forma como el pueblo-nación ha podido realizarse a sí mismo como sujeto autoconsciente de la historia" (Duara, citado por Achugar 2001, p. 81).

2Véase Diana Fuss (1989) para el desarrollo analítico de esta posición.

3Este argumento fue planteado por Alcida Ramos (1994, p. 79) en su análisis entre indigenismo y ecologismo.

4Esta es una característica colonial relativamente tardía (finales del siglo XIX) porque supuso la traición de los ideales modernos originales, es decir, la unión de saber y poder.

5En este sentido es oportuno recordar la advertencia de Foucault (1991, p. 132) sobre la recolonización de los saberes insubordinados: "¿Continuamos en la misma relación de fuerzas que permitió hacer valer, por así decirlo, en estado vivo y fuera de toda relación de sometimiento, estos saberes desenterrados? ¿Qué fuerza tienen en sí mismos? Y, además, desde el momento en que se constituyen los fragmentos de la genealogía y se hacen valer o se ponen en circulación esta especie de elementos del saber que hemos intentado desenterrar ¿no corremos el riesgo de ser recodificados, colonizados nuevamente? De hecho, los discursos unitarios, después de haber sido en un principio descalificados, luego ignorados cuando reaparecieron, estuvieron al fin dispuestos para ser anexionados, para ser retomados en sus propios discursos y en sus efectos de saber y poder. Si queremos proteger esos fragmentos liberados no nos expongamos a construir lo mismo con nuestras propias manos, un discurso unitario al que nos invitan, justo para tendernos una trampa, aquellos que dicen: 'Todo esto está bien, pero ¿en qué dirección va, hacia que unidad se dirige?'"

6Una interpretación no particularmente sagaz diría que en los tiempos multiculturales esta separación es promovida menos por la academia que por el esencialismo de algunos movimientos sociales.

7Roberto Cardoso de Oliveira (1998, p. 39-43) indicó que la principal diferencia entre las antropologías metropolitanas y periféricas era la construcción nacional y la intervención política; mientras las primeras permanecieron al margen, inmersas en asuntos disciplinarios y comprometidas con una plataforma universal, las segundas hicieron investigación sensible a las "singularidades de sus contextos socio-culturales."